18 de junio de 2011

Sueño colectivo


l niño mira las calles que va recorriendo el colectivo. Nada le llama mucho la atención, aunque tampoco podríamos decir que esté aburrido. Solo mira. A su lado, pegada a la ventanilla, está su madre. El niño piensa que mejor sería que él vaya del lado de la ventanilla, así aumentaría su visión panorámica del mundo ahí afuera. Sin embargo, no se queja. Nota que su madre está absorta en sus pensamientos, y prefiere no molestarla.
   Es un día de otoño de 1977, y el Buenos Aires que rodea al colectivo está teñido de un gris ceniza que va opacando y absorbiendo los colores como una mezcladora de cemento engulle las piedritas de ladrillo que por error fueron a parar a sus fauces.
    El niño sabe, porque se lo dijo su madre, que van a una cita. Para él, que tiene seis años, esa palabra un tanto extraña significa que van a ir a un bar —en un día más caluroso podría llegar a ser una plaza— y se van a encontrar con uno o dos compañeros. A veces, los compañeros conocen al niño desde hace mucho, y entonces el niño se alegra y sabe que también son sus compañeros. Sin embargo, últimamente no son conocidos. Además tienen caras de preocupados, y siempre están muy apurados, como si sus mamás los hubieran dejado salir a la calle por un ratito y quieren volver rápido para que no los reten.
   Cuando se aburre de mirar para afuera, el niño le pregunta a su madre si falta mucho, y ella le responde que sí, que todavía falta un rato. El niño está tentado de preguntarle con quién se van a encontrar, pero sabe de sobra que es una pregunta inconveniente, y que la madre para salir del paso le va a decir que es una sorpresa.
   Aunque a decir verdad hace unas semanas sí fue una sorpresa; fue el día en que fueron al bar naranja —la madre le enseñó al niño a ponerle adjetivos a los bares, y nunca llamarlos por su nombre o esquina; así es que frecuentan el naranja, el blanco, el viejo, el del gordo—. Ese día se encontraron con Luis, a quien el niño adora como a un tío de esos que hacen siempre regalos. Hacía meses que no veían a Luis, y a pesar de que el “tío” y ellos se pusieron muy contentos como siempre que se encontraban, el niño no pudo dejar de advertir que la sonrisa de Luis —quien para colmo ahora se llamaba Pedro, que es un nombre mucho más feo que Luis— ya no irradiaba la misma blancura cegadora que antes inundaba al niño de tanta alegría. Era como si al cambiar su antiguo nombre también hubiera tenido que mudar de dentífrico, y ahora usara uno ligeramente menos blanco.
   Tratando de adivinar mentalmente a qué combinación de bar y de compañero los está llevando el colectivo, el niño apoya su cabeza en el regazo de su madre, quien le acaricia el pelo dulcemente, y poco a poco va rindiéndose al cansancio que aparece de improviso, como un ladrón que está esperando a la vuelta de la esquina.

   El niño tiene un sueño muy extraño. Él ahora es un joven, de unos treinta y pico de años, aunque siga teniendo el mismo cuerpo y las mismas dimensiones de un niño de seis. Vive en el altillo de una casa muy grande, o de una mansión, y tiene todo el tiempo los ojos cerrados. Los tiene cerrados desde hace mucho, desde que ocurrió algo muy terrible, algo sobre lo cual no puede recordar nada.
   Sin embargo, él puede ver. Como si sus párpados, caídos desde hace años como las cortinas metálicas de un taller abandonado, fueran las membranas transparentes que recubren los ojos de un embrión de cabrito que recién se está formando en el vientre de la cabra. Más allá de esas membranas puede ver su cama, su mesa, su silla, su estantería vacía —él descubre que no tiene ningún libro con qué llenarla—, pero no puede tocarlas. Por más que acerque la mano a los objetos, y que estos funcionen correctamente como límite e impidan que sus dedos sigan avanzando más allá del volumen que ocupan en el espacio, él no siente nada. Esto lo llena de angustia, y de pronto lo asalta una certeza: el único objeto que sí puede tocar y sentir, es un viejo libro que está guardado en el cajón de su mesa, cerrado con llave. Ese libro narra la historia del terrible acontecimiento que ocurrió hace muchos años, el día en que sus párpados dejaron de responder a su voluntad y se sometieron a la fuerza de su propio peso. Aunque lo aterre la idea, él quiere leer ese libro. Siente que si lo hiciera, podría empezar a tocar y sentir las cosas, y de esa forma podría abandonar la mansión. El problema es que no tiene la menor idea del lugar en donde puede estar escondida la llave del cajón de su mesa.
   El joven —el niño— no vive solo. Lo acompañan —lo controlan, lo vigilan— dos viejos cuervos que son sus padres. Son quienes le dan alimento y bebida, y en cada estación del año le regalan una pluma negra que arrancan de su cuerpo con un chasquido metálico. Él debe, bajo amenazas, ir pegándose esas plumas en su piel con un ungüento viscoso y fétido. Una vez que las plumas regaladas cubran su última porción de piel libre, el joven-niño se convertirá en un cuervo, y sus padres lanzarán graznidos de placer.
   En el sueño, el joven-niño se despierta sobresaltado. Oye que sus padres chillan y agitan sus alas de forma frenética. Se asoma por la ventanita de su pieza y a través de sus párpados ve cómo una bandada de gaviotas muy viejitas —su aleteo cansino las delata— se acerca hacia la mansión. A pesar de la distancia, descubre en la mirada de las gaviotas la determinación de un rinoceronte que avanza por la selva derribando todo a su paso. La fuerza de estas gaviotas, por mucho que regurgiten sus padres cuervos, es incontenible. Tienen puesto, a modo de capucha, unos frágiles pañuelitos blancos; una de ellas, la que parece más vieja de todas, lleva colgando de su pico una cinta verde, de la cual cuelga una antigua llave oxidada.

   El niño despierta de su sueño con la cara marcada por la costura del jean de su madre. Ella le dice que se prepare, que bajan en la próxima parada. La zona es completamente desconocida para el niño. Increíblemente, el cielo está de un azul muy vivo; solo un par de nubes en retirada recuerdan el clima del inicio del viaje. El sol de otoño todavía resiste al frío por venir. Con el sueño aún pegado a la piel, ya en la vereda, el niño agarra de la mano a su madre y juega a ir con los ojos cerrados, tratando de adivinar cómo llamarán al nuevo bar que atisbó desde lejos.

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