25 de octubre de 2010

Tristeza Cuatro


oltó por un momento el changuito de las compras, sacudió sus pies sobre la alfombrita ubicada en la puerta para sacarse la arena de la suela de sus zapatillas y entró a la cabaña. Ordenó, fiel a su costumbre, todos los comestibles en su sitio. Los fideos y el arroz, en la alacena sobre la bacha. La leche, la cerveza y la manteca, en la heladera.
    De afuera llegaban amortiguados los ladridos de dos perros, o a lo sumo tres. “Tesa”, como la llamaba su dueño, se puso a calentar el guiso que había sobrado de la noche anterior. Luego, al dirigirse a ordenar el dormitorio ubicado en el piso superior, se paró frente al espejo redondo debajo de la escalera. Como todos los días desde hacía varias semanas se puso a practicar las dos nuevas sonrisas que le había enseñado Patroncito. No le convencía el momento de la mueca en que los labios se despegaban y asomaban los dientes; le parecía muy artificial. El vidrio astillado del espejo (producto de una rabieta de Patroncito) le dificultaba la visión, pero era el único espejo que quedaba en la cabaña.
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