14 de abril de 2010

Nacida


o vio y, como nunca, Liliana tuvo miedo. Había ensayado el número decenas de veces, pero en ese momento sintió que jamás se había subido arriba de la cuerda. Lo había visto, escondido entre el público. ¿Lo había visto? No tenía tiempo para dudar. Toda su voluntad estaba puesta en permanecer en equilibrio. Notaba el miedo reptándole desde el vientre hacia su garganta. Si realmente era él, caer era sinónimo de morir. O por lo menos de dejar de vivir “su” vida, la única que conocía. Lo otro era lo negro, lo sin color, lo insondable. Lo otro era Cuba, como le dijo una vez Martín. O Nicaragua. ¿Le había dicho Nicaragua, Martín? No podía recordarlo. Sin embargo era una palabra que le encantaba: Nicaragua. Cuando ella se angustiaba, pensaba “Nicaragua”, y sentía una paz indescriptible; la palabra resbalaba lentamente sobre su cuerpo, purificándolo. Claro que esto nunca se lo contó a Martín, porque tenía miedo de que él dijera que Nicaragua fuera lo mismo que Cuba. Pero ella pensaba que no, que Nicaragua, tan lindo, tan dulce, nunca podría ser como Cuba, fuera lo que fuese ese lugar terrible.
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