15 de diciembre de 2010

Primeras aproximaciones a la muerte


ste niño... ¿qué tendrá? Tendrá tres, cuatro, a lo sumo cinco años. Está en el departamento (dicho sea de paso: maldito departamento de la calle Billinghurst. Con tu nombre tan rebuscado, esa hache desubicada, esa elle no pronunciada. Qué manera de joderme. Cómo te metés una y otra vez en mis sueños. No pasan semanas sin que sueñe con vos. Mejor dicho, me sueño en vos. Algún día voy a describirte, y de esa forma intentar exorcizarte, mierda de hermoso departamento). Decía, el niño tiene unos cuatro años y está jugando solo a lo que sea que juegan los niños solos a esa edad. Está en el departamento con su madre. El silencio casi absoluto que envuelve al comedor le permite concentrarse a fondo en sus quehaceres lúdicos. Pero, ¿está la madre? El niño deja por un momento de jugar y trata de recordar. ¿Habrá salido la madre a comprar cigarrillos, más específicamente Particulares 30, como todos los días? Es muy probable, ya que no se escuchan los ruidos habituales de su madre haciendo lo que hagan las madres jóvenes de niños de cuatro años. Sin embargo, el niño no recuerda ningún saludo, nada de ya vuelvo, voy al kiosco, ¿querés algo? El niño se encoge de hombros, sigue jugando y se olvida del asunto.
    Al rato el juego lo aburre, o tal vez el gesto anterior con los hombros no tuvo la fuerza necesaria como para expulsar la preocupación de su cabeza. ¿Mamá? Silencio. ¿Má? Nada. El niño queda convencido. Su madre fue a comprar un atado al kiosco de la vuelta. ¿Se acordará de comprarle un Jack? Vuelve a lo suyo, con la velocidad fulminante con que se desaburren los niños.
    Con el correr del tiempo la preocupación parece agudizar el oído del niño, cada vez más atento al sonido redentor de la puerta del ascensor llegando al quinto piso, las dos puertas que se abren, luego que se cierran; los pasos secos sobre el mármol del pasillo, la trábex poniendo fin a esa angustia todavía indefinida. Pero no; los sonidos que le devuelven a su madre no llegan. Para colmo, la llegada de un vecino del mismo piso, con su lacerante decepción, le empieza a endurecer suavemente el estómago. El miedo empieza a mostrarse tras los trapitos de desentendida tranquilidad con que el niño creía haberlo cubierto, y que ahora son ropitas que no le entran, igual que los chalequitos que le había hecho su abuela para los playmobils.
    Para su desconcierto, algo le hace enfocar su atención hacia el lado contrario de la puerta de entrada. ¿Llueve? Parece. ¡Pero no, si por el balcón se ve el sol pegando de lleno en los malvones! Debe ser una canilla del baño. El ruido de alguien que se baña. ¡Mamá! El niño abandona todo tapujo, y se deja llevar torpemente por su ya endurecido estómago hacia la puerta cerrada del baño principal. Los trapitos son hilachas, son pelusitas intentando disfrazar al elefante. ¿Mamá? ¿Má, te estás bañando? Ya no hay dudas. Una canilla caudalosa deja fluir su quejido húmedo tras la puerta. Con nudillos descoordinados el niño intenta en vano lograr la respuesta que vuelva todo a su sitio. ¡Mamá! ¡Mami! ¡Contestame! ¡¿Mamá, estás ahí?! La dureza en su cuerpo, que ya le está tomando hasta la garganta, lo obliga a arrojar por la borda el pudor y las buenas costumbres. Antes de que los pies puedan relevar a los doloridos nudillos, su mano izquierda aferra temblorosamente el picaporte y lo hace girar.
    En esos segundos que se estiran como un chicle Bazooka de tutti frutti, su primera reacción es de alivio. Uno de sus temores desaparece, haciendo más domesticable al agitado paquidermo: la traba interna no estaba corrida. La puerta se abre rápida y eficaz, arrojándole una nube de vapor y consuelo en su rostro. A continuación el niño ve un inodoro con la tapa baja, ropa amontonada encima, un bidet vacío y una bañera con su madre muerta sumergida casi del todo bajo el agua que sigue arrojando la quejumbrosa canilla. El elefante enfurecido echando fuego por la boca y espuma sanguinolenta por los ojos solo le concede al niño emitir un sonido mezcla de hipo y mamá. ¡Pablo, Pablito! ¡Mi vida, te asusté, me quedé dormida en la bañera!, le dice al niño algo que lo abraza y que poco a poco va tomando la forma de su madre, diluyendo sus lágrimas con el agua que cae sin parar desde la larga cabellera todavía empapada.

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