25 de octubre de 2010

Tristeza Cuatro


oltó por un momento el changuito de las compras, sacudió sus pies sobre la alfombrita ubicada en la puerta para sacarse la arena de la suela de sus zapatillas y entró a la cabaña. Ordenó, fiel a su costumbre, todos los comestibles en su sitio. Los fideos y el arroz, en la alacena sobre la bacha. La leche, la cerveza y la manteca, en la heladera.
    De afuera llegaban amortiguados los ladridos de dos perros, o a lo sumo tres. “Tesa”, como la llamaba su dueño, se puso a calentar el guiso que había sobrado de la noche anterior. Luego, al dirigirse a ordenar el dormitorio ubicado en el piso superior, se paró frente al espejo redondo debajo de la escalera. Como todos los días desde hacía varias semanas se puso a practicar las dos nuevas sonrisas que le había enseñado Patroncito. No le convencía el momento de la mueca en que los labios se despegaban y asomaban los dientes; le parecía muy artificial. El vidrio astillado del espejo (producto de una rabieta de Patroncito) le dificultaba la visión, pero era el único espejo que quedaba en la cabaña.
    Cuando consideró que ya era suficiente dejó las sonrisas y subió a arreglar el cuarto. La cama estaba muy desordenada; la noche previa habían hecho el amor. Tesa se quedó un rato observando el cubrecama celeste, que con sus ondulaciones y remolinos le recordaba al océano. Tesa amaba el mar y la playa, pero sobre todo el mar. En él se habían perdido tres de sus hermanas: Uno, Siete y Ocho. Luego los especialistas descubrieron una falla en el módulo de supervivencia y curaron a las hermanas aún operativas, Tesa incluida. Se quedó unos minutos más contemplando la cama deshecha y pensando en ellas.
    Otra vez este guiso de mierda, oyó que decía Patroncito al entrar. A veces, cuando escuchaba decir malas palabras a Patroncito, se ponía a reproducir un tema musical sonso y absurdo que tenía preinstalado desde el nacimiento. El track duraba catorce segundos con setenta y nueve centésimas, y durante ese lapso Tesa no podía escuchar ningún otro sonido; muchas veces se las arreglaba leyendo los labios de Patroncito, pero ahora él estaba abajo. Lo reprodujo, de todas formas.
    Esperó a que el tema llegara a su final y bajó con un poco de cautela. Hola Patroncito, cómo te fue. Hoy soy Raúl, no Patroncito, ¿me escuchaste? Sí Raúl. Acordate que a la noche vienen los muchachos, quiero que nos prepares una buena picadita, ¿está claro? Sí Raúl. Cuando Patroncito se hacía llamar Raúl a Tesa le ocasionaba un sin fin de complicaciones. Todos sus mecanismos de abstracción tenían que trabajar al doble o al triple, y esta sobrecarga le producía un fuerte dolor de cabeza ante cualquier intento de esfuerzo físico.
    La cena transcurrió sin sobresaltos para Tesa; excepto un par de poses que tuvo que ensayar ante todos en ropa interior. En todo caso nadie se propasó con ella. Patroncito, a diferencia de otros dueños, no era proclive a permitirle a nadie el contacto sexual con su sirvienta.
    Se acostaron relativamente temprano, y Patroncito se durmió enseguida. Tesa estaba extenuada, pero le costó bastante bajar al nivel alfa. Al estar incapacitada de experimentar sueños REM, su experiencia nocturna se asemejaba a una sopa espesa de imágenes y sonidos seleccionados aleatoriamente de su memoria, cocinándose a fuego mínimo. Entre todas esas imágenes, la del mar era por lejos la más poderosa. El mar era la argamasa, el caldo que unía todos sus objetos oníricos. Esa enorme masa de agua salada, a la que por obvias razones de supervivencia tenía prohibido acercarse, la seducía desde el primer día en que la vio, al poco tiempo de empezar a trabajar para Patroncito y mudarse a la cabaña que distaba dos cuadras de la playa.
    A Tesa le costaba sobrellevar su condición de anfibia; su vida estaba claramente delimitada entre su labor diaria y fatigada en la superficie, donde experimentar el mar no existía ni siquiera como utopía, y el descanso nocturno donde se sumergía en esa esponja líquida, gris, azulada, imposible.
    A la mañana siguiente los despertó una llamada para Patroncito. Era de la fábrica de muebles donde trabajaba, para avisarle que había llegado una nueva partida de pinos y que precisaban que trabaje doble turno. Patroncito accedió de inmediato; Tesa nunca le escuchó discutir o contradecir al dueño de la fábrica, aunque ni bien colgaba empezaba una catarata de malas palabras y blasfemias que la mantenían sorda un buen rato.
    Esta vez la reacción fue distinta: sin mediar palabras Patroncito le propinó una paliza que Tesa ni llegó a sentir (salvo los golpes iniciales) porque se puso a hibernar. Cinco minutos después del último golpe el timer la despertó. Antes de moverse trató de comprobar si estaba sola en la cabaña. Efectivamente, Patroncito ya se había ido: no estaban las llaves de la camioneta ni su campera de cuero. Hizo un chequeo general de su estado y verificó que a pesar de no dañarse ningún órgano ni módulo central, tenía fallas importantes en todos los niveles.
    Como siempre que su dueño hacía doble turno, luego de ordenar la cocina se dirigió a la costa. Cuando llegaba se quedaba quieta arriba del último médano (más allá no podía seguir) mirando a los perros o los pocos transeúntes que se le animaban a la playa invernal. Mirar al mar directamente le producía vértigo, y no podía sostener la vista fija más que unos pocos segundos. Esta vez le costó mucho llegar, ya que los golpes le habían dificultado el equilibrio al caminar y había perdido gran parte de su visión derecha.
    Se frenó, como siempre, en lo más alto del último médano. Enfrente se levantaba, enardecido, un océano más gris y vociferante que otras veces. Un alerta de falla motriz le hizo adelantar el pie izquierdo para mantenerse erguida. Ensayando de forma espontánea una sonrisa de cosecha propia, Tesa confirmó que, entre otros, había colapsado el módulo de supervivencia. Miró hacia adelante y empezó a caminar.

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